La Toscana
Desde lejos parecía
grande y de cerca inabarcable, estaba tumbada sobre un costado, con la cabeza
al norte, los pies al sur, sus pechos eran bañados por el mar y su larga
espalda acariciada por valles, lagos y montañas.
Sus curvas eran suaves
a veces y rotundas otras, su color; todos: azules de aguas y cielos, blanco y
negro de sus joyas, ocres o dorados como
el trigo de sus tierras, y el verde, siempre el verde de su eterna cabellera.
Sus frutos favoritos
eran el néctar que buscaban viajeros de medio mundo; sus racimos preñados de
uvas, que con los rayos del sol y el trabajo de los seres que tenían la suerte de poder vivir
entre sus infinitos pliegues se transformaba en un líquido preciado que con el
canto del gallo negro hacia que las horas del día fluyeran sin prisa pero sin
pausa.
Las joyas que
adornaban su cuerpo eran conocidas en todo el orbe y tenían nombres que más que
de joyas parecían de diosas, de diosas maduras, curtidas por los años, pero
bellas, más bellas que nunca; Florencia, Siena, Pisa, Volterra, Luca…Es La
Toscana
JuanMa Gómez Bolívar